Ronnie Biggs hace un gesto a los fotógrafos en marzo de este año, cuando asistió al funeral de su compañero de banda Bruce Reynolds. Acaba de cumplir 84 años./ AFP |
OTROS CHICOS DE LA BANDA
El 8 de agosto de 1963, hace medio siglo, el tren correo que viajaba de Glasgow a la estación londinense de Euston se detuvo ante un semáforo rojo en Buckinghamshire, cerca ya de su destino. La señal luminosa había sido trucada por una banda de ladrones, que asaltaron el convoy y desvalijaron el vagón donde se transportaban los envíos de valor: se llevaron dos toneladas y media de billetes de una y cinco libras, en sacas que trasladaron a un camión mediante una cadena humana. El robo fue prácticamente limpio, pero no del todo, porque el maquinista recibió un fuerte golpe en la cabeza y, según relata su familia, vivió traumatizado el resto de sus días, hasta que murió de leucemia siete años después. El botín ascendió a 2,6 millones de libras (equivalentes a más de 50 millones de euros actuales) y la Policía solo logró recuperar unas 400.000. Pronto se empezó a conocer el asalto como ‘el robo del siglo’, con esa sombra mal disimulada de admiración que suele acompañar a ciertos delitos.
La veintena de hombres que participaron en la acción corrieron suertes diversas, aunque, en general, sus vidas resultan poco envidiables. La mayoría fueron atrapados muy pronto y cumplieron en torno a diez años de condena: entre las sentencias, con intención edificante, abundaban las penas de treinta años. Otros fueron cayendo tras un tiempo de fuga y acabaron también entre rejas. Uno fue juzgado y absuelto. A tres –entre ellos, el misterioso informante que propició el éxito del asalto– jamás se les identificó. Y hubo incluso un inocente que pagó por el delito ajeno. Pero, de ese pinturero grupo de hampones curtidos, solo hubo uno llamado a convertirse en leyenda, un personaje que durante mucho tiempo atormentó con sus aventuras y sus bufonadas a la Policía inglesa: se llamaba y se llama Ronnie Biggs y, en realidad, era un don nadie dentro de la banda. Su papel consistía en reclutar a un maquinista capaz de mover el tren al lugar idóneo para aligerarlo de su carga, pero fichó a un viejo ferroviario que no supo poner en marcha la locomotora.
No se trataba de una gran hazaña criminal, la verdad, y tampoco podía presumir de grandeza en sus encontronazos anteriores con la justicia: a los 13 años descubrió su talento para «llevarse objetos sin pagar por ellos», a los 15 fue detenido por afanar un recambio de bolígrafo y a los 19, cuando era voluntario en las fuerzas aéreas, lo expulsaron con deshonor por cometer un robo y cumplió seis meses de cárcel. Trabajó de carpintero y albañil, pero siempre sucumbía a la llamada de la mala senda, esa vocación a la que no podía resistirse. Lo que convirtió a Biggs en un mito fue su trayectoria posterior al gran golpe, una peripecia que arrancó con su espectacular fuga de Wandsworth, la prisión londinense donde unas décadas antes estuvo recluido Oscar Wilde. Biggs y otros tres presos superaron el muro de nueve metros con una escala que les tendieron desde el otro lado y aterrizaron sobre una furgoneta de mudanzas que les esperaba, con una plataforma elevada para mayor comodidad.
Su fuga duró 13.068 días, que es la unidad en la que él suele expresarlo, con precisión obsesiva de recluso. Porque, en esos 35 años, Biggs estuvo libre pero también un poco preso, atrapado en las consecuencias de su pasado. En una rápida sucesión de identidades falsas, primero viajó a París, vía Amberes, y en la capital francesa se hizo la cirugía estética. Después voló a Australia y allí se estableció con cierto confort, incluso se llevó a su esposa y sus hijos, pero acabaron localizándolo y marchó, él solo ya, a Brasil. A partir de 1970, Río de Janeiro fue su hogar, y los tabloides británicos se complacían en publicar reportajes en los que solía aparecer en escueto bañador, fumando puros, remojándose en piscinas, sorbiendo caipiriñas, jugando al billar y, sobre todo, abrazado a sonrientes bellezas locales. Incluso se codeaba con figuras como Sting o los Rolling Stones cuando visitaban Brasil. En el Reino Unido, gran parte de la clase obrera veía a Ronnie Biggs como un triunfador, un tipo que se había burlado de la ley y había logrado eludir su destino gris de trabajador manual. Y él cultivaba esa imagen de pícaro feliz y desafiante: hasta llegó a grabar un par de canciones con los Sex Pistols. 'Nadie es inocente', se titulaba una.
El hijo cantante
Bruce Reynolds, el presunto cerebro de la banda que cometió el asalto, describió alguna vez a su amigo Biggs como «un jugador», y la verdad es que siempre tuvo buena suerte. En dos ocasiones, se libró in extremis de que lo enviasen a Inglaterra para pagar su deuda. La primera vez, lo habían metido ya en una celda, a la espera de la extradición, cuando se enteró de que ser padre de un niño brasileño suponía la inmunidad: días antes, su novia Raimunda le había comunicado que estaba embarazada. La segunda vez, lo secuestró un comando británico y se lo llevó en un yate, que tras sufrir una avería acabó en Barbados: las autoridades de la isla lo devolvieron a Brasil, en una carambola que él mismo no terminaba de creerse.
Pero su vida en Río no era tan despreocupada como sugerían las páginas de 'The Sun' o el 'Daily Express'. Su parte del botín, algo más de 150.000 libras, voló casi tan rápido como había llegado: la clandestinidad sale cara, y se le fueron 55.000 en papeles falsos, cirugía y billetes a Oceanía. Biggs pronto aprendió la manera de ordeñar a la prensa de su país, con la que alcanzó una rara simbiosis. También explotaba su fama organizando barbacoas en su casa para los turistas británicos, que pagaban 70 libras a cambio de merendar con el famoso maleante, escuchar unas cuantas anécdotas y llevarse una camiseta firmada o una jarra de desayuno. En los 80 le surgió una imprevista fuente de ingresos, que sirve como nuevo ejemplo de su juguetona fortuna: cuando lo secuestraron, su hijo brasileño habló por televisión, y un ejecutivo de CBS lo vio y decidió contratarlo para un conjunto infantil que estaba formando: la Turma do Balão Mágico, con el pequeño Mike en su seno, vendió trece millones de discos.
El tiempo pasó y Biggs se hacía viejo. Sufrió varios ataques y, en 2001, decidió entregarse, con vuelo trasatlántico pagado por 'The Sun'. Le encarcelaron, pasó por varias prisiones –en una de ellas, le alegró ver que seguía en buen estado un tejado que había ayudado a construir 49 años antes– y acabó recuperando la libertad en 2009 por razones humanitarias, ya que su fallecimiento parecía inminente, inevitable, cosa de días. Pero ahí sigue, sorteando a la muerte con el mismo empeño que antes empleaba en evitar a la justicia. El jueves le cayeron los 84, porque el asalto al tren se cometió el día de su cumpleaños, y su salud está muy deteriorada: se alimenta por un tubo y no puede andar ni hablar, así que se comunica con un tablero en el que figuran el alfabeto y algunas palabras comunes, a las que él ha añadido 'bollocks!' (algo así como '¡chorradas!'). Este año encabeza la 'Lista de la Muerte', la apuesta sobre los famosos que van a fallecer, pero Biggs ha respondido a ese honor con una fotografía en la que saca un dedo al pronóstico.
«Lleva su situación admirablemente. Su cerebro sigue muy activo y no ha perdido su endiablado sentido del humor», explica a este periódico Chris Pickard, el amigo que ayudó a Biggs a escribir su autobiografía y uno de sus grandes defensores: «Le he conocido durante treinta años, desde que vivíamos los dos en Río, y el Ron que yo he tratado es un hombre muy amable y generoso, con el que siempre es divertido estar. Nunca parecen molestarle los problemas y los desafíos y siempre trata de mirar el lado luminoso de la vida». No todos en Inglaterra lo ven con tan buenos ojos. Incluso hay quienes le acusan de haber engañado a las autoridades penitenciarias para que le soltasen. Y sus últimas declaraciones, de hace cinco meses, reavivaron la polémica: «Si queréis preguntarme si siento algún remordimiento por ser uno de los ladrones del tren –planteó–, mi respuesta es no. Iré más lejos, estoy orgulloso de haber sido uno de ellos».
El Correo