Hay temas que nos fascinan. Y podemos regresar a ellos porque son inagotables. Es el caso de las cholitas luchadoras de Bolivia. Hace unos años las visitamos para conocerlas, charlar con ellas y dar cuenta de sus proezas en el cuadrilátero. Esta vez Luis Cobelo, uno de nuestros colaboradores en Sudamérica, nos envió este extraordinario material y no hemos podido resistirnos a publicarlo.
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Bolivia es un país que parece anclado en un tiempo indefinido. En el aeropuerto de La Paz ya te das cuenta de eso. La pasarela de salida del avión es como transportarse a una película de serie B latinoamericana: luces tenues, mobiliario anticuado y una sensación de abandono y de que las cosas funcionan por inercia, por suerte. Los funcionarios de inmigración están en unas casetas de madera destartaladas de los años 60 y no hay nada informatizado; no es que me importe, pero ahora desconfío de las pilas de papeles amontonadas en las oficinas burocráticas. El aeropuerto del Alto, a cuatro mil metros de altura, es mínimo y las cintas de equipaje me recordaban a aeropuertos polvorientos y aire viejo. Antes de ir a Bolivia sabía que durante toda mi estancia no bajaría de los 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar. Y mientras esperaba la maleta, inconscientemente esperaba sufrir un desmayo, presión en el cerebro o algo que me indicara que no era apto para esas alturas. Pero no, recogí mi equipaje y sigo vivo.
Lo primero que veo es un gran anuncio que dice “La Paz: 3.600 metros de placer y cultura”. Diviso muchas luces en el camino hacia el hotel. No me sorprendo, sé que estas “bonitas luces” son miles de ranchos que rodean la capital. El conductor me empieza a hacer preguntas, de dónde vengo y esas cosas. Pero el tema que más me interesa es el de la altitud, estoy insufrible. Le pregunto, “¿Qué va bien para el mal de altura?” y me responde “Mucho té de coca, todo el tiempo, pero no abuses porque es muy fuerte y te puede provocar taquicardia. Yo creo que todo es psicológico, a veces la gente se predispone a que le pase”. Pues sí, la cabeza es ideal para pensar en tonterías y la mía especialmente, así que adopto la postura mental “Deja ya de pensar en lo que no ha pasado”. Aprovecho y le pregunto si conoce a las cholitas luchadoras, si ha oído hablar de ellas. “¿Las cholitas luchadoras?, no señor, no las conozco. ¿Luchan en algún sitio? Yo las veo casi todos los días peleando en la calle por el puesto de comida o de ropa”. Su respuesta me deja confundido y tengo la impresión de que me voy a meter en un territorio bastante clandestino, y no estaba muy equivocado.
Son casi las dos de la mañana cuando llego al hotel. Me espera un amable recepcionista, lo que me hace pensar que los bolivianos son todos así, aunque durante el resto del viaje comprobaré que no. Me ofrece el primer té de coca de los cientos que tomaré. Vuelvo con el tema de la altura, “No se preocupe, estaremos muy pendientes de usted esta noche. Trate de dormir bien y mañana no haga esfuerzos, descanse y, sobre todo, no fume”. De reojo, veo un cartel sobre el mostrador que indica el nombre y el teléfono de un médico que está de guardia las 24 horas para todos los clientes que tengan problemas con el bendito mal de altura. La cosa es seria.
Al día siguiente, no hago esperar mi encuentro con la primera cholita. Antes de eso, mientras subo por una calle, a media manzana mis pulmones me piden más aire del que puedo darles y el corazón me late más de lo habitual; me asusto un poco, pero paro y descanso, sigo, me mareo, respiro con dificultad. Ahí están los temidos síntomas del “soroche”, como lo llaman popularmente. Prefiero volver al hotel, pido un té de coca y mis pulsaciones se equiparan con la falta de aire.
Breve historia de las cholitas luchadoras
Las cholitas en Bolivia son mujeres que visten trajes típicos: una falda llamada “pollera”, que tiene cinco capas, un sombrero parecido a un bombín, joyas y mantos tejidos minuciosamente. El fenómeno de las cholitas luchadoras se gestó a partir de la lucha libre clásica y comenzó en el año 2002, cuando algunos organizadores de estos eventos decidieron incluir mujeres. A uno de estos “visionarios” se le ocurrió la idea al ver un día una pelea en la calle de dos señoras cholitas y ver que nadie las separaba. Ahora entiendo el comentario del taxista. ¿Quién fue este visionario? Nadie lo sabe, pero casi todos los que organizan eventos de lucha libre en el país afirman ser los inventores de esta colosal y singular forma de pelea dentro de la lucha libre boliviana. Lo que sí está claro es que al hacerlo crearon una “marca” única en el mundo que ha llevado la historia de estas mujeres a rincones del mundo que quizá ellas ni sepan que existen.
La Mamacha
Carmen Rosa es propietaria de un local de comida en el centro de La Paz y la conocen como La Mamacha (la ruda, la temible). El sitio está al lado de su casa, humilde y destartalada, con conexiones eléctricas y tubos que salen por todas partes. La encuentro en la cocina, frente a una montaña de patatas, que pela con expresión pensativa. “Este pequeño restaurante es lo que me da cierta seguridad económica, aunque a mí lo que me gusta es luchar”, me dice. A su lado está su hija Lucía, que la ayuda. Carmen Rosa es sin duda la pionera de este deporte. A sus 45 años, asegura que le toca ceder el testigo a su hija, “si es que quiere”. Lucía me mira y asiente, está de acuerdo con la idea. Y es que los años no pasan en balde. En cada actuación que hace Carmen, rara es la vez que se vaya sin una lesión “de las que ya me cuesta más reponerme”, dice con tristeza.
Después de un rato nos dirigimos a la población de El Alto, ciudad dormitorio de la capital boliviana donde el sol está más cerca, donde hay todavía menos oxígeno. Allí tendrá lugar un evento de lucha libre especial para los empleados de una fábrica de refrescos como regalo del dueño por los beneficios obtenidos en el año fiscal. El sitio está repleto de familias enteras que van a pasar una tarde diferente. Carmen Rosa llega y muchos hombres se le acercan a pedirle autógrafos. Las mujeres asistentes, el 99 por ciento de las cuales visten como cholitas, la miran con recelo. “Ahí están esas amargadas, ya las quisiera ver encima del cuadrilátero dándose hostias”, dice sarcástica. La recibe Julia La Paceña, su compañerahabitual en las luchas y que ha sido su contrincante durante años. Las dos son las protagonistas del documental Mamachas del Ring, de la cineasta coreano-estadunidense Betty Park, y que fue presentado en varios festivales pequeños de todo el mundo obteniendo críticas de lo más dispar.
El espectáculo comienza con las peleas de rigor de luchadores de categorías inferiores en caché a las de Carmen Rosa y La Paceña. La clasificación resulta casi ridícula: por cada lucha, Carmen Rosa gana 15 dólares. Ya imagino lo que ganan los demás. Uno de esos primeros combates es de lo más freak que he visto. Los púgiles son Marina la Cholita y un hombre enmascarado al que se conoce como el Rey Jabalí y que en la vida real es su marido. Durante la pelea realmente se dan con muchas ganas. Me consuelo pensando que quizá cuando están en el ring, se descargan de todas las tensiones matrimoniales con los golpes que se infligen.
Llega la pelea que todo el mundo espera, entre Carmen Rosa y La Paceña. Bailan antes de llegar al cuadrilátero, con toda su indumentaria perfecta, encajes, sombrero y faldas. Se plantan en el cuadrilátero y el árbitro da las indicaciones de rigor. No le hacen caso, Julia le mete un puñetazo y va por Carmen Rosa.
Se suceden las clásicas llaves y contrallaves, muy habituales en la lucha libre mexicana, si bien el mérito es mayor por el peso de sus “polleras”, ya que no son lo que se dice unas atletas que entrenan a diario en un gimnasio, son como cualquiera de las cholitas que están entre el público y en las calles de la ciudad. Me sorprende oír a una Carmen Rosa furibunda decirle groserías a su contrincante, con lo dulce que se veía pelando patatas.
Se bajan del ring y están muy cerca de la gente. Creo que muchos quisieran participar en la pelea. Esto es lo que más gusta al público. Aparece un cinturón de no sé dónde y Carmen le da con enorme violencia a Julia unos buenos “correazos”. Se da la vuelta y Julia le estampa una silla de plástico que un niño muy amablemente le cede, dejándola sin aire, casi fuera de combate. Hay sangre y todo el mundo parece feliz por ello. El público delira. Entiendo la preocupación por las lesiones de las que me habló Carmen Rosa. Terminan las peleas, pero la gente sigue allí, con el alcohol ya enturbiando las miradas y haciendo que cada gesto sea un poco más torpe. La Mamachase se hace fotos con quien las pide. Un hombre al que le faltan casi todos los dientes de arriba a sus treinta y pocos años le grita “¡Estás bien buena, mujer!, ¡Quiero que me pegues unos correazos!” Carmen Rosa me mira irónica, “Has visto el público que tengo ¿no?”
Todas son luchadoras
Al día siguiente me encuentro con Alberto Medrano, un periodista que ha promovido la lucha libre boliviana a través de pequeños espacios radiofónicos y que me asegura que las cholitas que él conoce son las mejores. Nos vamos a Villa Victoria, un barrio donde todavía no hay calles asfaltadas. En un gimnasio del mismo nombre van a llevarse a cabo los combates por la noche. El lugar es deprimente, parece abandonado y huele a millones de meadas. Hay un desvencijado cuadrilátero en el centro del local. Hace frío y, ya preparado para los embates de la altura, llevo mi termo con cuatro litros de té de coca. Creo que me he vuelto adicto. Voy a conocer a un grupo de cuatro cholitas de uno de los varios grupos organizados de lucha libre boliviana que sobreviven en la ciudad.
En la calle han puesto un altavoz que escupe música trash-speed-metal con una ecualización parecida a la de una tormenta de rayos y truenos. No pasa nadie, no hay colas de gente comprando. No parece que allí fuera a pasar algo. Veo llegar a unas chicas jóvenes vestidas de cholitas y supongo que son las luchadoras. Una de ellas es Juanita La Cariñosa, una de las más famosas de Bolivia, tiene 29 años y dos hijos, una niña de 12 y un niño al que dio a luz hace apenas dos semanas. Perplejo por su reciente alumbramiento, le pregunto: “¿Y vas a luchar hoy?” y me responde: “No puedo vivir sin la lucha, es algo que se lleva en la sangre y si no lucho, pues no gano dinero (ella gana entre 15 y 30 dólares por combate). He pasado muchos meses sin pelear y hoy por fin es mi regreso al ring”. Juanita (su verdadero nombre es Mery) me muestra a su bebé recién nacido ,que está envuelto en unas mantas y casi no se le ve la carita. Orgullosa, me lo muestra y le hace cariñitos. El bebé duerme plácidamente.
En el sitio da vueltas inquieto el organizador, que se presenta como “Kid Simonini, el loco del ring” y que es, a su vez, el padre del último bebé de Juanita la Cariñosa. Se lamenta de que no haya venido mucha gente. “La lucha libre en Bolivia no da para vivir, tenemos que hacer muchos espectáculos para juntar algo, pero aún así no llega”. El evento estaba programado para las 8 de la tarde y son las 10. El poco público asistente en el pequeño gimnasio, unas 30 personas que han pagado menos de un euro por la entrada, está aterido de frío pero espera paciente pese a la impuntualidad del evento. Algunos niños se han quedado dormidos, algunos adultos bostezan, ya no saben qué hacer, si irse o quedarse. Al fin empiezan las luchas y, como siempre, los primeros combates están reservados para luchadores principiantes, aunque por su aspecto cuesta pensar que lo sean. Uno de ellos lleva un disfraz de Bob Esponja, confeccionado de la peor manera, otro va vestido de lobo y no deja de gesticular y asustar a la gente dando saltos irregulares y tropezándose. Luego entran en el ring unos luchadores muy flacos con pañuelos a la cabeza vestidos de árabe, y otro con una camisa de fuerza, al que llaman la Momia y que lleva una máscara monstruosa comprada en cualquier tienda cutre de disfraces. Luchas no hay, solo los flacos dando saltos y El Lobo y La Momia dando gritos. Esos sí que daban miedo de verdad.
Las cholitas están en sus camerinos. Conozco a Benita la Intocable (nombre real, Mariela). Hija y nieta de luchadores bolivianos, su destino estaba marcado por este deporte. “Me gusta pegar y sentir la adrenalina que provoca la lucha. En lo personal soy fuerte y no querrías tenerme como enemiga. Me gusta ser mala”. Después de decirme esto, las anuncian. Benita sale a escena bailando al son de una música típica boliviana de fondo, el público la recibe con abucheos, ella les responde con gestos de odio y se enfrenta a ellos. Algunos niños le gritan obscenidades mientras ella continúa hacia el cuadrilátero. Luego salen Juanita la Cariñosa y Rosa la Temerosa, las estrellas de la contienda. Acompañará a Benita la cholita Reyna, de 20 años, otra de las “malas” de la noche a la que, al entrar en el recinto, un niño tira palomitas de maíz a la cara. Reyna se enciende y lo coge por los pelos y le retuerce la bolsa en la cabeza, desparramando todas las palomitas por el suelo. Yo me pregunto dónde estarán los padres de ese niño.
Las cuatro se encuentran en el ring. Se insultan: “Chola sucia hija de puta, te voy a matar, me tienes harta con tus malos modales”, le dice la supuesta cariñosa Juanita a Benita. Esta ni se inmuta y le da una bofetada a traición que le pone la mejilla colorada. El drama y el espectáculo están servidos: las otras entran en escena, se tiran del pelo, gritan, dan patadas y volteretas con sus trajes indígenas tradicionales con una facilidad pasmosa. Se pegan con sillas de metal. Todos olvidamos el tiempo de espera. Esto está genial. Se tiran desde las esquinas en vuelos mortales. Juanita, a pesar de la convalecencia de su último parto, es la que más acusa en su rostro el dolor y creo que es muy real Como casi en todas estas luchas, al final ninguna gana, todo es parte del espectáculo, para que el público se quede con ganas de más la semana siguiente. Y mientras llega ese día, Juanita volverá a amamantar a su bebé, Benita regresará a su trabajo de secretaria en una oficina de abogados de la ciudad, Reyna preparará el desayuno a sus dos hijos antes ir a la escuela y Rosa seguirá vendiendo ropa interior para cholitas en su puesto del centro de la ciudad.
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